Desde el castillo, según bajamos por un camino angosto y empinado, que antaño estaba pleno de zarzas y moras, salimos a la plaza de la iglesia. Allí, la torre, vigilante, nos contempla erguida y majestuosa, intentando abrazar el cielo. Hogar de cigüeñas y palomas, con su reloj y su veleta señalando al viento. En lo alto sus campanas repican, ora gloria, ora agonía y asustan a las aves que revolotean un instante para luego volver. La Iglesia es señal de nuestra cuna y de nuestra agonía. Ella nos ve nacer y nos marca en el bautismo y luego, nos despide en duelo por la calle del adiós. Allí, en su plaza, juegan los niños a ser hombres y sueñan los viejos con ser niños. Es el centro de nuestro imaginario pueblo y en sus bancos y entre sus flores la vida pasa imperturbable generación tras generación...